sábado, 15 de julio de 2017

Don Blas

Don Blas era un tipo aparentemente ordinario. Trabajador, correcto, pulcro, amante de su esposa y un buen padre. O al menos eso parecía. Por cuestiones de trabajo don Blas salía a menudo de viaje. Nadie sabía a qué se dedicaba ni a dónde iba. Ni siquiera su mujer. De hecho, era el único secreto que existía en la pareja. Ella le preguntó un día al respecto y él le contestó que si lo quería confiase en él. Y ella lo adoraba, así que calló. A fin de cuentas no había nada para desconfiar de él y, también era verdad, que entraba una buena cantidad de dinero en la casa. Y callaba cuando, aunque él creyese que no se percataba, veía algunos moratones y heridas por su cuerpo. Calló incluso el día que en el fondo de un cajón y bien tapadas aparecieron unas esposas. Pero él era bueno con ella y con sus hijos. No los faltaba de nada.

Con todo, algo había en el trabajo que a don Blas no le dejaba calmar el espíritu. Y era muy religioso. Creía fervientemente en Dios e iba cada domingo a misa. Y cada semana quería confesarse. Necesitaba confesarse. Y ahí aparecía el problema. Iba de iglesia en iglesia, buscando un sacerdote nuevo que no lo conociese para poder confesarse. Pero no le duraban mucho. En cuanto empezaba a contar su colección de pecados, el cura inicialmente escuchaba con atención, luego ponía los ojos en blanco para terminar dándole la absolución con cara de estupefacción. Pero solo aguantaban unas cuantas veces. Cuando volvía y en cuanto empezaba, el sacerdote le decía "¿me va usted a contar los mismos pecados?", y ante el sí rotundo de don Blas el sacerdote empezaba a decirle que tenía que hacer propósito de enmienda, que no valía solamente con pedir la absolución. Que aquello no estaba bien. Y así uno detrás de otro. Empezó con el de su parroquia, luego la del barrio de al lado, más tarde la siguiente, para al final ir en peregrinación por los pueblos de alrededor. Cada vez era más difícil.

Así que uno de los domingos al salir de la iglesia tomó una decisión. Aquello no era correcto y tenía que cambiar. Hacer daño a la gente no estaba bien. Sabía que aunque ganase mucho dinero con ello no podía seguir así. La violencia solo engendra violencia y era cuestión de tiempo que aquella se volviese en contra suya. De hecho, un día cerca de su casa, se encontró con alguien que lo reconoció, alguien que había sufrido en sus carnes toda su dureza. Lo tenía claro. Llamaría a Madame Sophie para decírselo. Que anulase todas las citas con sus clientes. Desde ese momento dejaba el sado.